«Continuará.»
lunes, 21 de mayo de 2012
Música recomendada: Runaway 3, de Vera Dominguez.
La mujer cruzó el pasillo hasta
su escritorio con las carpetas de su última investigación. En muy poco tiempo,
había descubierto y pulido hasta la perfección su arriesgada faceta de
periodista. En sólo seis meses, había conseguido desmantelar una de las organizaciones
más importantes ligadas al Sistema. Hizo saltar la tapadera, dio las evidencias
suficientes como para que el resto del mundo supiera qué era lo que en realidad
sucedía y, después, esperó. Encendida la primera chispa, era muy difícil que el
polvorín entero no ardiera. Sucedió exactamente eso y, de la explosión, su
carrera se impulsó.
Sin embargo, ¿era eso lo que
ella buscaba? ¿El éxito? No, ni mucho menos. Eso es lo que hubiera querido
antes, pero no en ese momento. Ella era una persona muy distinta. Había pasado
por tantos nombres, por tantas personas diferentes, había evolucionado tanto
que… que ya ni siquiera podía seguir llamándose igual.
Cada vez que pensaba en ello,
sonreía. Porque ahora les comprendía a todos. Ella ya no era Roxanne Engels, ni
Kate Johnson. Ni siquiera era Ángela Ross, como decía su DNI. Para los que de
verdad importaban en su vida, ella era Argéntea, y así lo seguiría siendo. A
pesar de que hacía mucho tiempo que no veía a ninguno.
Era mejor así. Era mucho mejor
así. Ella les ayudaba, les proporcionaba la información que necesitaban. Así,
ellos peleaban en el frente en el que ella no era capaz de estar. Sus habilidades
no estaban hechas para la lucha, pero podía apoyar mucho desde esa altura,
desde el principal y cada vez más fuerte rival de la FifthStar, el próximo
objetivo que derribaría.
Pero a quién iba a engañar, les
echaba de menos. Sobre todo… sobre todo a él. Al que, sin lugar a dudas, nunca
más volvería a ver. Desapareció, se lo tragó la tierra. Nadie supo jamás qué
ocurrió en la pista de la azotea, solo que Raven nunca bajó. Ni siquiera Cyan,
por más que se esforzó en atar los hilos del tiempo, ni siquiera Libra, con su
Dama Fortuna fuera de la funda. Nada.
Simplemente, ya no estaba.
Reisei le buscó al otro lado. No
le encontró. Era buena señal en todos los aspectos pero, como le sucedió a Ivy,
eso no la alivió en absoluto. Y, a pesar de lo desalentadora que se presentaba
la situación, ella mantenía la esperanza. La mantenía y se alimentaba de ella
como si de una droga se tratara.
Quizá, algún día; quizá, cuando
todo se tranquilizara; quizá, cuando la lucha acabara…
Suspiró de resignación cuando
sintió la presión en el pecho y apartó el tema de su cabeza al instante. No era
momento para ponerse sentimental.
Se sentó en su silla, sacó las
hojas, empezó a leer y releer la información que le proporcionó uno de sus
contactos (una chica rubia que aún se empeñaba en llevar dos coletas). No quedaban
cara a cara nunca, para protegerse mutuamente. Recibía toda la información por
correo certificado y sin remitente. En cada entrega, siempre había un pequeño
sello en la solapa del sobre, en la parte de dentro. Sólo se veía bajo
determinadas frecuencias, que ella tenía en la linternita que colgaba siempre
de su llavero. Era su particular marca secreta para asegurar que la información
era buena.
Ese día esperaba un nuevo
paquete. Tenía que llegar en pocos minutos. Sería la clave para poder iniciar
la acometida contra la cadena. Esta vez, lo conseguiría.
Dicho y hecho, al fondo ya veía
al chico del correo. Dean, el repartidor habitual, estaría de vacaciones. Las
tenía bien merecidas, la verdad. Era un chico muy trabajador.
Pronto, el chico llegó a su
escritorio. Le tendió un fajo de sobres, eran más de los que se esperaba. No
obstante, enseguida identificó el que a ella le interesaba. Todo estaba bien.
Firmó en la línea de puntos, se despidió y el chico se marchó.
Dejó los sobres en la mesa.
Esparció su correo en el escaso espacio que quedaba y se abalanzó a por él. Sin
embargo, cuando ya estaba abriendo la solapa para comprobar la veracidad del
mismo, algo la interrumpió. Había una carta muy especial en la que acababa de
reparar. Como el sobre que tenía entre manos, no tenía remite. De hecho, no
tenía ni dirección. Sólo aparecía un nombre. El suyo.
No era Ángela, no era Kate, no
era Roxanne. Ponía Argéntea. Estaba escrito a mano. Conocía esa caligrafía.
Nerviosa, lo cogió y los sostuvo
en las manos. No había duda alguna sobre quién lo había escrito.
– No puede ser… – murmuró
mientras empezaba a abrirlo.
Pero lo que encontró dentro sólo
se lo confirmó.
Se trataba de una carta de
póker. Un as de picas. Por detrás, en el reverso, había un dibujo negro, de una
pluma. Estaba manchada de sangre.
Esa carta, esa en concreto, era
la que ella misma recogió la primera vez que peligró su vida. Esa que jamás
supo dónde terminó. Solamente una persona podía habérsela dejado. Una que sabía
exactamente lo que ese encuentro significó para ella.
Entonces se dio cuenta de que
había algo más en el sobre. Un pequeño papelito doblado por la mitad. Lo sacó y
lo desplegó.
En cuanto lo leyó, una sonrisa
anidó en sus labios. Sintió ganas de gritar, de llorar, de reír a carcajadas,
pero no hizo ninguna de ellas. Allí la observaban.
Alzó la cabeza, en busca del
repartidor. Le vio al fondo del pasillo. Igual si le preguntaba quién le había
dado el paquete…
– No puede ser – dijo en alto,
al darse cuenta, tarde, del detalle más importante.
Dean en ningún momento había
estado de vacaciones.
Ese caminar recto y elegante,
esos movimientos ensayados hasta la saciedad, ese pelo, negro. La coleta y la
gorra la habían despistado.
Salió corriendo, sorteando a
todos sus compañeros en el abarrotado pasillo. Él ya estaba girando en la
esquina, en dirección a los ascensores.
Corrió con más fuerza, vio cómo
él giraba.
– ¡Espera! – gritó.
Él se dio la vuelta, la miró,
sonrió.
Continuó.
Entonces, ella llegó. Tarde.
Al girar la esquina, sólo vio el
uniforme de repartidor en la papelera más próxima. De él no quedaba ni rastro.
Respiró hondo, le faltaba el
aire. Ya ni se acordaba de lo difícil que era correr con tacones.
Se apoyó contra la pared,
mientras observaba el uniforme de repartidor.
Lo había tenido delante, lo
había tenido delante y ni siquiera lo había mirado.
Aún llevaba la carta en la mano.
Ni siquiera se había preocupado de dejarla. El papel se había arrugado, pero lo
pensaba conservar de igual manera. En él sólo había una palabra escrita, pero a
ella le era más que suficiente.
– “Continuará”, ¿eh? – leyó en alto –.
Me estés escuchando o no – le dijo entonces al aire –, que sepas que te tomo la
palabra.
La próxima vez, le atraparía.
Se rio ante su nuevo desafío
autoimpuesto.
«Él
es el Cuervo. Nadie puede atraparle.»
Pero ella lo lograría.
Pero ella lo lograría.
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