OST recomendada: Amrita, de Yui Makiko.
Para MiSkAsHiTa.
El día ha sido el más agotador de toda mi existencia. Y el maldito
cubo de nieve se niega a derretirse ni aunque se lo pida a gritos. Es
frustrante. Usar los poderes de otra persona a propósito es demoledor. Era más
sencillo cuando me salía solo. Pero claro, eso era confiar demasiado en la
suerte del principiante, ¡y tan principiante! Aunque ahora tampoco es que sea
una experta. No he hecho demasiados progresos, no lo suficientes para que puedan
considerarse útiles. Cuando estábamos con el agua me salía algo mejor. Pero el
fuego… el fuego me da un poquito de miedo, para qué negarlo.
Empujo la
puerta de la entrada. Ya le he cogido el tranquillo. Los primeros días era
imposible que yo entrara en casa sin ayuda. Ahora ya me sale. El truco está en
presionar hacia abajo el pomo. Así se desatranca sin tener que darle golpes.
Dejo las
botas de Silver en una esquina (las de calaveritas) y me pongo unas zapatillas
de casa que oportunamente metí en la maleta. Fue una gran casualidad, de la
cual me alegro. Necesitaba algo cómodo y calentito después de un día entero en
la nieve.
Respiro
hondo y voy al salón. La chimenea está encendida, pero no hay nadie. No sé de
qué me sorprendo, aquí todo el mundo entra y sale cuando le da la gana. A
veces, ni siquiera coincidimos todos para comer o cenar.
En
ocasiones, Raven y Chuwi desaparecen durante el día entero, regresando bien
entrada la noche medio congelados de frío, y me da la sensación que sólo por no
morir de hipotermia. Irónicamente, los dos parecen satisfechos con sus hazañas.
No tengo ni idea de a qué entrenamiento somete Raven a Chuwi, pero tanto alumno
como maestro parecen contentos, algo que no puedo decir yo con Avalon. O no de
momento…
No, no es que ella no sea buena maestra. Creo que yo soy la mala alumna.
Todo lo que me pide es tan abstracto para mí que no sé seguir sus instrucciones
tan bien como cabría esperar. En fin, no quiero pensar más en el tema.
Me quito
la chaqueta y la cuelgo del perchero. Después subo las escaleras hacia el
segundo piso. Entonces, al pasar por la ventana del piso superior, siento un
profundo escalofrío. Al girarme descubro cómo ondea la cortina, mientras la
brisa invernal se cuela en el interior, echando al calor.
Resoplo,
frustrada. Cuando se acabe la leña y haya que buscar más, se quejarán.
Me acerco
de un par de zancadas y me dispongo a cerrarla, cuando descubro que hay alguien
fuera, sentado sobre el tejado, arrebujado en una manta sobre la que descansan
pequeños copos de nieve.
– ¿Raven? –
pregunto inconscientemente.
Él se
vuelve al escuchar su nombre. Parece sorprendido, pero después suaviza el
gesto, me sonríe, y el aire se congela durante un segundo en mis pulmones.
– Hola,
Roxanne. No he notado cuando has vuelto.
– Ya,
bueno, la puerta y yo cada vez nos llevamos mejor – bromeo, y me apoyo en el
alfeizar.
–
Me alegro de escucharlo – dice mientras se vuelve al frente, para seguir
oteando el paisaje nevado.
Está
empezando a anochecer.
–
¿No es peligroso andar por los tejados tras una nevada? – pregunto.
–
He hecho cosas peores, créeme – contesta él.
–
¿Y qué es lo que haces exactamente?
–
No lo sé. Pensar, quizá. Observar el paisaje, el cielo. Desde la ciudad no se pueden
ver las estrellas.
–
¿Puedo acompañarte? – pregunto entonces
–
Adelante – responde él.
Su
respuesta me sorprende. Dudo durante unos segundos, pero al final termino
colocando el pie sobre el alfeizar y me impulso para poder salir. Las
zapatillas de casa hacen la tarea un poco más difícil, así que voy con pies de
plomo y calculando al milímetro mis pasos.
Él
me tiende la mano, para ayudarme a tomar asiento. Hace fresquito. Tonta de mí,
se me ha olvidado el abrigo dentro. Al final, me pondré enferma, lo veo venir.
Pero volver a por él para molestar más a Raven tampoco me parece una buena
opción.
De
repente, algo calentito me cae sobre los hombros. Me sonrojo levemente cuando
descubro qué es lo que ha pasado. Raven ha compartido su manta conmigo.
–
Gracias – murmuro.
Espero
que el rubor de mis mejillas pase desapercibido por el frío.
–
De nada – contesta él, volviendo a sus estrellas.
Para
ser sinceros, es la primera vez que me paro a mirarlas con tanto detenimiento y
simplemente por placer. Aquí parece que brillan más. Es bonito.
Sin
querer, se me escapa un suspiro. Rápidamente, me apresuro a taparme la boca con
las manos. Pero es tarde. A mi lado, Raven me mira.
–
¿Qué te pasa? – pregunta.
Como
no contesto, termina mirándome.
–
¿Pasa algo? – insiste.
–
No, no. Nada – digo yo.
Con
cada una de mis palabras, veo cómo una nubecita de vapor se escapa de mis
labios.
–
Es sólo que… – sin querer bajo un poquito la voz – que nunca me he parado a
mirar las estrellas.
–
Yo tampoco – responde él –. No como aquí.
Me
muevo un poco, me está empezando a doler todo del frío.
–
¿Estás incómoda? – pregunta, sin perderse detalle.
–
No estoy acostumbrada a sentarme en tejados…
–
La verdad es que éste es bastante cómodo. El de tu antiguo piso era un
suplicio. Nunca me he llevado bien con la arquitectura moderna.
–
¿Cuántas noches has pasado apostado en mi tejado?
–
Muchas – contesta él sonriendo, y no necesita decirme más.
«Muchas.»
Las
puedo contar por decenas, y corro el riesgo de quedarme corta.
Tras
un rato en silencio, me dedico a observarle. Parece más relajado que otras
veces que le he visto, pero sigue sin estar en paz consigo mismo. Ojalá pudiera
ayudarle yo por una vez, aunque sea sólo un poquito.
–
¿En qué piensas? – pregunto sin poder contenerme.
–
En nada en concreto – responde él encogiéndose de hombros.
Ya,
claro. En nada en concreto. Por eso a ratos frunces el ceño.
–
¿Eso es otra forma de decir “no es necesario”? – pregunto.
–
No – niega él –. Era la verdad. Estaba… – se para en seco –. Ven – dice
entonces –, dame la mano.
–
¿Darte la mano? – repito confusa.
–
Sí, de otra forma no ibas a creerme. Dámela – me lo vuelve a pedir.
Un
poco confusa, termino cediendo. Él me la coge con suavidad. Noto la aspereza de
sus dedos. Al principio no entendía cómo un oficinista podía tener unas manos
así, ahora lo tengo muy claro. Son el fruto del esfuerzo, de salvar la vida, de
entrenar a muerte consigo mismo, sólo para que no le fallen en un momento
crucial.
Entonces,
dejo escapar una exclamación de sorpresa. ¿Qué es lo que pasa? Escucho…
–
¿Lo sientes? – me pregunta.
Asiento
con la cabeza. Él me mira.
–
Sí, sí que lo siento – repito –. ¿Qué es esto?
–
Personas. Sueños, tal vez. Pensamientos fugaces, igual. La verdad es que no
tengo ni idea. Sólo sé que en alguna parte, una niña es feliz con un perro. Su
madre, en la cocina, ya está empezando a hacer la cena. Su padre está a punto
de volver del trabajo, pero ella todavía tiene que hacer los deberes para el
día siguiente.
Se
para y sonríe, yo también. Porque, por una vez, sé qué es lo que viene a
continuación.
–
No le gustan las matemáticas – sigo yo –. De hecho, mañana tiene examen, pero
no se lo ha contado a sus padres. Cree que, con un poco de suerte, seguirá
nevando toda la noche y entonces igual no puede ir al colegio porque no podrá
salir de casa.
Termino
riendo en alto, a carcajadas. Y me paro de pronto.
Eso
ha sido… extraño. A mi lado, sé que Raven, que aún no me ha soltado, me está
mirando.
–
Es la primera vez que te escucho reír de verdad desde que…
–
Sí, lo sé – le interrumpo –. Desde aquel día en que quedé para comer con tu alter ego.
El
asiente.
–
Se echaba de menos – comenta él.
Yo
le miro, dudando.
–
Las risas – me aclara.
–
Ah, ya. Claro – murmuro.
«Las risas.»
Despacito,
quito la mano. Cuando el contacto se rompe, siento un nuevo escalofrío que me
recorre la columna y hace que me estremezca.
Creo
que es mejor que vaya pensando en volverme dentro. El ambiente se está
enfriando cada vez más (y no me refiero sólo por la compañía). Creo, además,
que hoy me toca hacer la cena. Puedo hacer la sopa que me enseñó a preparar Reisei. Algo calentito para un día de nieve. Algo que reconforte el espíritu,
que a todos nos hace falta.
Me
agarro los hombros, para tratar de entrar un poco en calor antes de abandonar el
refugio de la manta de Raven. El camino hasta la ventana se me antoja
interminable a pesar de ser sólo un par de pasos.
Al
fin me armo de valor, estoy a punto de retirar la manta, cuando lo pierdo al
instante siguiente. Cuando Raven pasa su brazo izquierdo por encima de mis
hombros para pegarme más contra él. Pero… después se le olvida quitarlo.
–
Acércate, tonta. Que te estás quedando fría.
A
partir de ese instante, ya no me importa nada más. Ni siquiera que esté
empezando a nevar.
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