«Me llamo Umbra.»
martes, 20 de marzo de 2012
OST recomendada: Lux Aeterna, de Clint Mansell.
En aquella ocasión, ya sabía qué era lo que le esperaba dentro de aquel pabellón. Había sido informado con mucha mayor exactitud y concisión. También sintió culpa antes de entrar, sólo que le fue mucho más fácil ahogarla. Todavía no había empezado a resistirse a las órdenes, a cuestionarlas, a tratar de interpretarlas. Todavía no era lo suficientemente fuerte.
Observó
la desvencijada nave. Se caía a pedazos. Era una fábrica abandonada, pero no
recordaba exactamente de qué. Parecía estar a punto de venirse abajo. Era un
escenario muy decadente y, a su vez, peligroso. Cualquier persona no se habría
atrevido a entrar sola, por miedo a un derrumbe, a quedar atrapado o, incluso a
morir aplastado por escombros. Por suerte, él no tenía nada que temer, porque
él no era como los demás.
Caminó
hacia el interior, consciente de que le observaban. Algo vivía ahí, en las sombras.
Era
su guarida, su refugio. Se movía agachado, cuanto más mejor. Así la capa, hecha
con harapos arrancados y remendados de vete a saber tú qué cortina o sábana
mugrienta, le cubrían mejor. Sus ojos, pequeños y negros como carbones,
brillaban de forma irreal y tenebrosa. Era la única parte de su cuerpo que
podía permitirse no cubrir con vendas ni tapar hasta la saciedad. Eran unos
ojos para los que la oscuridad no tenía secretos.
En
cuanto el hombre de amarillo entró en su territorio, creyó que era su día de
suerte. Seguramente llevaría algo en los bolsillos que le pudiera ser de
utilidad. Por supuesto, eso sería después de matarle. Sería su pequeña venganza
personal por haber invadido su hogar. Al menos, podía haber llamado antes de
entrar. Para eso había puesto la campanita, pero todos los que entraban se
negaban a usarla. Maleducados...
Por
eso mismo los mataba a todos.
Sin
embargo, en esa ocasión no todo iba a salir de la forma en que él ya había
planificado. Para empezar porque, como ligera variante de situación, él no era
el cazador, sino la presa. Por desgracia, él todavía no lo sabía, así que
siguió con su plan.
Se
agazapó y envolvió en su elemento, se deslizó raudo entre las sombras. Preparó
su garra, una especie de guantelete afilado que se había construido él mismo
con tijeras roñosas y hojalata mal cortada, que seguramente sería más mortífera
por la infección de las posibles heridas que el daño causado por los cortes
infligidos. Acechó al objetivo. Se dispuso a saltar sobre él, a su cuello, y…
Entonces
se dio cuenta de que eso precisamente era lo que el intruso había estado
esperando desde el principio.
Llevaba
una linterna escondida en la gabardina, una grande, de las que necesitaban
batería. Le alumbró de lleno en la cara con el potente haz, y él gritó de
agonía.
La
luz le hizo retorcerse y encogerse. Su abrigo de sombras se deshilachó, y quedó
sólo el hombre, o lo que quedaba de él. Su piel, aun tapada por las vendas, le
ardía mientras se le ulceraba. El olor a quemado empezaba a inundar el ya de
por sí aire viciado.
Dolorido
y acabado, se aovilló y se arrastró hacia el único rincón en penumbras que pudo
encontrar y aguardó desafiante su más que probable final. Había sido derrotado
con una insultante facilidad. Desde el principio el intruso había conocido cuál
era su punto débil, algo inimaginable.
Sin
embargo, los segundos se sucedían sin que nada ocurriera.
Hasta
que el intruso habló, mientras bajaba ligeramente la luz, hecho que hizo que el
dolor de sus heridas disminuyera momentáneamente. Pero sabía cuál era su
estado. No podría hacerle frente.
–
¿Terence Alabaster? – preguntó, para asombro del chico.
Ese
nombre… Hacía años que no lo escuchaba. Nadie sabía de él, nadie. Todo aquel
que le había conocido así, había muerto. Él mismo se había encargado de ello.
Por llamarle rata, por llamarle deshecho, por no entender ni comprenderle, por
ni siquiera tener intención de intentarlo. Por eso mismo, al escucharlo, creyó
que se estaba burlando de él.
–
¿Qué quieres? – consiguió balbucear tras duros esfuerzos. Hacía demasiado
tiempo que no había hablado con nadie –. ¿Has venido a reírte de mí mientras me
exterminas?
El
hombre esbozó una media sonrisa, no sabría nunca si de suficiencia o de
lástima, al escuchar sus palabras, que desapareció al instante siguiente.
– ¿Reírme? – repitió entonces él, con voz
neutra y grave, que le hizo darse cuenta de que lo que venía a continuación no
era ninguna exageración –. Si hubiera querido reírme de ti, o incluso
exterminarte como dices, hubiera hecho reventar la nave desde el exterior y me
hubiera puesto a bailar sobre tus restos carbonizados.
El
chico tembló al sentir un escalofrío recorriendo su columna. Sabía que el
hombre estaba hablando totalmente en serio, y que sus palabras iban más allá de
una simple fanfarronada. Eran, lo más seguro, una terrible verdad.
–
No, no he venido a reírme de ti – prosiguió el hombre – y, si escuchas con
atención, tampoco a exterminarte.
Sabía
que ahora disponía de su total atención y ahí fue cuando le dijo las mismas
palabras con las que a él mismo le arrebataron la vida que tanto amaba, y le
arrastraron hacia su perdición.
«De ahora en adelante,
obedecerás. De ahora en adelante, el Sistema será tu superior, tu jefe y señor.
Será la única razón por la cual podrás seguir existiendo, por la cual podrás
seguir adelante y por la cual vivirás.
Si Ellos dicen que saltes, tú
preguntarás desde dónde. Si te piden que corras, tú preguntarás durante cuánto.
Si te piden que cantes, tú preguntarás qué canción.
Y, si Ellos dicen que mates, tú
preguntarás a quién.»
En
cuanto acabó, volvió a mirarle.
–
¿Y bien? Por tu situación, no tienes nada que perder. Eres poco más que una
miserable rata que se esconde en una fábrica abandonada. No eres nada, eres el
despojo más inmundo. Pero, si vienes conmigo, volverás a ser alguien. Alguien
mucho más poderoso que lo que fue Terence Alabaster…
–
¡No vuelvas a decir ese nombre! – aulló él.
El
hombre no se inmutó, pero pareció satisfecho al escuchar eso.
–
Dime entonces cuál es tu nombre.
–
Claw, me llamo Claw – contestó él con orgullo mostrando su mano, donde aún
conservaba el guantelete roñoso que él mismo se había construido.
–
Por favor, no me hagas reír. Dominas las sombras, te fusionas con ellas, ¿y
escoges como nombre el de una chatarra como esa? No me decepciones más,
¿quieres? He venido hasta aquí para ofrecerte una oportunidad de salir de este
agujero, no la estropees con detalles como ese.
Se
acercó de un poco más a él, apartanto la linterna, obligándole mantener la
mirada a apenas un palmo de distancia.
–
Repito, dime cuál es tu nombre.
El
individuo miró su garra, después al intruso y, por último, a sí mismo.Entonces, contestó:
–
Umbra, me llamo Umbra.
El
hombre asintió con la cabeza, mucho más satisfecho.
–
Bien, Umbra. Bienvenido al Sistema.
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