Silver va de compras
sábado, 10 de marzo de 2012
OST recomendada, recien subida al reproductor: Eye of the tiger, de Survivor.
Un
nuevo día, de nuevo a la rutina.
Para
el dependiente de esa pequeña tienda de electrónica, que además no era la mejor
ubicada del lugar, los días transcurrían monótonos y pasivos y con muy pocas
ventas. Había tenido mala suerte en escoger emplazamiento. La ciudad había
decidido crecer justo para el lado contrario y, por desgracia para él, esa zona
se estaba despoblando. Habían amenazado ya incluso con relegarla a Zona Oscura,
es decir, a la desconexión de la red eléctrica urbana cuando se diera el toque
de queda. Todo para no derrochar.
Ya,
claro. Para no derrochar. Él era de la opinión de que sólo hay derroche en los
aspectos en los que a los de arriba les convenía. Seguramente, no le faltaba
razón.
Abrió
la persiana, descorrió el cerrojo, puso el cartel en su sitio, tomó asiento
tras el mostrador y, aprovechando que era una tienda de electrónica y, como
tal, tenía televisiones, se dedicó a trastear con unas hasta que consiguió que
sintonizara el canal que él quería disponerse a ver durante toda su aburrida
jornada laboral. Total, no esperaba visitas.
Cruzó
los pies encima del mostrador, se reclinó en la silla y… casi se cayó de morros
cuando el descapotable rojo derrapó en la mismísima puerta de su
establecimiento.
Apenas
le dio tiempo a plantearse la gran pregunta de qué hacía un coche de ese tipo
derrapando en un barrio como ese, cuando la puerta se abrió y unas elegantes
piernas bajaron acompañadas de unos preciosos tacones con lacitos de terciopelo
en el lugar en el que todo el mundo pondría cordones. Después, le siguió un
voluminoso vestido negro, de corte señorial que a la usuaria le llegaba hasta
las rodillas y, por último, vio la sombrilla. Iba a juego con todo lo
anteriormente mencionado. ¿Pero quién demonios perdía el tiempo conjuntando
sombrillas? Se calló en cuanto pudo ver el resto de la chica que, custodiada
por un chico joven, de cabellos cobrizos y porte sereno, se acercó hasta el
escaparate.
A
la porra las sombrillas, era una cliente potencial.
Aun
así, se tomo su tiempo para seguir observándola. Llamaba la atención toda ella.
Y más en cuanto se deshizo del pañuelo que ocultaba su pelo, supuso que para
que no se despeinara con el viento en ese magnífico deportivo. Sus cabellos, o
al menos los dos mechones más largos, cayeron como una fina lluvia plateada
hasta su cintura. Era imposible que eso fuera natural. Nadie nacía con el pelo
de ese color. Cuando se quitó las gafas y al fin pudo ver sus ojos, le quedó
clarísimo. Llevaba lentillas. Nadie tenía por nacimiento unos irises tan
relucientes como espejos.
Estos
niños ricos de hoy día podían hacer lo que se les antojara. Lo que se podía
llegar a ver.
Ante
su sorpresa, por si lo del pelo y los ojos le hubiera sabido a poco, la chica
abrió la sombrilla y, con sus santas narices, cuando el muchacho que la
acompañaba le abrió gentilmente la puerta y, después, le hizo un caballeroso
gesto para que ella fuera primero, entró con ella tal cual a la tienda.
¿Pero
esa tipa no sabía que es de mal agüero abrir un paraguas entre cuatro paredes? En
su opinión, eso también se aplicaba a sombrillas.
Eso
sí, la llevaba con una elegancia que ya le hubiera gustado a él que cualquiera
de sus hijas hubiera tenido, como mínimo, la mitad. Era armonía pura. Hasta la
luz parecía incidir sobre ella a la perfección, como si ella se colocara a
propósito para que causara ese efecto angelical tan logrado. ¿O era la luz la
que se estaba moviendo? Ya no lo tenía del todo claro.
Se
quedó aguardando expectante, y con una curiosidad que rallaba el exceso, hasta
que los dos estuvieron lo suficientemente cerca, lo cual fue un rato
considerable, porque la chica parecía entretenerse hasta con una mota de polvo.
Todo le parecía interesante y entretenido, hasta las viejas cámaras de fotos
que llevaban años acumulando polvo en las estanterías y que ya había perdido
toda esperanza en vender. Se habían pasado de moda sin haber sido estrenadas. De
hecho, seguían ahí solo porque no sabía cómo librarse de ellas, y era demasiado
tacaño como para tirarlas sin más.
Al
fin, tras observar durante un par de largos minutos cómo la chica iba avanzando
poco a poco hasta el mostrador, revoloteando entre el género, decidió tomar él
la iniciativa:
–
Buenos días – saludó –, ¿en qué puedo ayudarles? – cortes y servicial, cortés y
servicial.
Eran
sus primeros clientes del día, y seguramente los últimos de toda la semana. Más
le valía conseguir venderles algo, aunque fuera un simple paquete de pilas.
Al
escucharle, la chica dio un respingo, miró con secretismo hacia la cristalera, después
al muchacho que la acompaña y, al fin, decidió acercarse al mostrador. Eso sí,
ni se había planteado cerrar la dichosa sombrilla.
– Buenos días – contestó ella con una voz
dulce y risueña –. Queremos un ordenador – añadió justo después con decisión.
¿U-un
ordenador? Éste era su día de suerte. Tuvo que contenerse para no frotarse las
manos delante de los clientes.
Esperó
a que la chica siguiera hablando, pero ella ya parecía haber dicho todo lo que
tenía que decir. Se miraron el uno al otro durante un par de segundos. Así que
se vio obligado a tomar de nuevo la iniciativa:
–
Y bien – probó a decir, no demasiado acostumbrado a que el cliente le dejase
una respuesta tan abierta. ¡Si ni siquiera tenía clientes regulares! –, ¿de de
qué tipo? ¿Tenía algo en mente? Un portátil, uno de mesa, una tableta, un libro
digital, un…
–
Buscamos una torre – interrumpió entonces el chico –. Concretamente, una
Beta-600 de primera generación. A ser posible, sin desprecintar.
¿Una
Beta-600? Pero si eso era una reliquia. Ni siquiera estaba seguro de que
tuviera uno de esos modelos en el almacén. Dejó de fabricarse la década pasada.
–
La serie Beta está muy obsoleta. ¿No sería mejor…? – empezó a decir mientras,
de reojo seguía sin poder dejar de observar a la estrafalaria muchacha.
Juraría
que había algo raro, todavía más que ella en sí, pero no conseguía dar con
ello.
–
No se preocupe, ¿dispone de un ejemplar? – insistió el chico.
Pero
ahora el tendero no le estaba prestando la más mínima atención. Acababa de ver
algo muy raro. Una especie de sombra que, fugazmente, había hecho un movimiento
que no debería de haber tenido lugar. Pondría la mano en el fuego a que acababa
de recibir un beso coquetón. Pero la chica no se había movido del lugar. ¡Era
imposible!
Parpadeó
para centrarse, y trató de a ubicar con la mirada la extraña silueta. Pero le
fue imposible, porque estaba cubierta estratégicamente con una sombrilla de
terciopelo.
–
¿Se encuentra bien? – la voz de la chica le sacó de su ensimismamiento.
Asintió
despacio, sin apartar la vista de ese punto. Pero la sombrilla no tenía
intención de moverse de ahí.
–
¿Entonces tiene uno? – el chico no parecía tener demasiada paciencia –. Le
aseguro que el dinero no es problema.
Dinero.
La palabra mágica. Igual sí que tenía uno, perdido entre los antiguos archivos
del inventario que no se había molestado en actualizar durante años.
–
Voy a comprobarlo – dijo mientras se levantaba pesadamente de la silla y
caminaba malamente hasta la trastienda.
Mientras
buscaba la anhelada caja, ya estaba pensando con cuántos ceros iba a
sobrecargar el precio del artículo, cuyo valor en estos momentos tendía a cero.
Quién le iba a decir que guardar chatarra como esa iba a servirle de algo.
Al
cabo de un rato, mientras los dos sujetos intercambiaban miradas de
nerviosísimo o, al menos uno de ellos, estaba nervioso (la chica se dedicaba a
hacer dibujitos en la mugre de las vitrinas), el dependiente volvió cargando
con una polvorienta caja de cartón que parecía pesar bastante para sus pequeñas
dimensiones.
–
Aquí está, una torre Beta-600 de primera generación nuevecita y sin desembalar
– anunció entonces éste, dejándola en el suelo con esfuerzo –. Esto es una
reliquia, tienen suerte de que conservara una. Es muy difícil de conseguir, eso
la encarece bastante – así, muy bien, para que no les pillase de sopetón el
precio abusivo que pensaba pedir.
–
Perfecto, nos la llevamos.
–
Pero si aún no han escuchado el precio…
–
Nos lo llevamos igualmente – interrumpió de nuevo el muchacho mientras se acercaba
y cargaba con la caja con insultante facilidad.
Se
sintió tentado de soltar algún comentario, pero la chica, que ya había abierto
el bolso de terciopelo negro que llevaba colgado del brazo (con forma de
corazón) y estaba sacando una cartera con exceso de puntilla, reclamó su
atención. Era ella la que iba a pagar la cuenta. De hecho, casi se le salieron
los ojos de las órbitas, se cayó de culo sobre la silla y le dio un paro
cardiaco, en ese orden, cuando vio el desproporcionado fajo de billetes
perfectamente ordenado que ésta tenía en la mano.
–
Ahí tiene – dijo entonces tendiéndoselo –. Es suficiente, ¿verdad?
¡Y
tan suficiente! Ahí había unas siete veces más de lo que tenía pensado pedir.
–
S-sí… – consiguió articular cogiéndolo y mirándolo como si, en vez de dinero,
fuera una bomba de relojería.
¿Serían
billetes falsos? ¿Le estarían tomando el pelo? ¿Sería una broma de cámara
oculta?
Pero
no, no se trataba de eso. Lo siguiente que dijo el muchacho antes de salir de
la tienda, justo detrás de la muchacha, le disipó toda duda que pudiera
quedarle:
–
Con eso pagamos el ordenador, su discreción y su silencio. Si preguntan por
nosotros, no nos hemos visto. Es más, ni siquiera hemos venido y, por supuesto,
no nos hemos llevado nada. Un placer hacer negocios con usted, y quédese con el
cambio.
–
I-igualmente – consiguió decir mientras observaba cómo la puerta se cerrada.
En
el coche se había quedado una persona, el conductor. Observó toda la escena
desde la distancia, deleitándose y riéndose con el poco disimilo que de por sí
tenía para asuntos que atañesen a la muchacha. Al fin, les vio salir, y quitó
el seguro de las puertas.
–
Eres increíble. Hasta de incógnito llamas la atención – recriminó Ayden a su
maestra cuando ésta subió al deportivo y se empezó a poner el pañuelo.
A
él le había tocado quedarse dentro cuidando el coche mientras Alexis, su gemelo,
que normalmente tenía más tacto que él, se encargaba de buscar el ordenador en
cuestión.
Silver
simplemente se había empeñado en acompañarlos. Ella era la que tenía el dinero,
así que ninguno de los dos puso objeciones.
–
Pues no fui yo la que eligió el de color rojo – continuó ésta.
–
Ignórale, Silver. Eso ha sido un capricho personal – dijo entonces Alexis
mientras cerraba la puerta y se acomodaba en la minúscula parte trasera.
No
estaba pensada para ese modelo en cuestión, por eso Cyan lo había mandado
construir a medida. La verdad es que, a pesar del apaño, una persona un poco
más grande que él no habría entrado en ese reducido espacio.
–
Podrías haberte ahorrado el numerito de la sombra – insistió Ayden, ya sólo por
el placer de discutir con su maestra.
–
Eh, no es mi culpa – se apresuró a contestar Silver, molesta sin lugar a dudas
–. A veces hace lo que le da la gana.
–
En fin, niños – interrumpió entonces Alexis, dando unas palmaditas en el
asiento de ambos –. Dejad de discutir. Ya tenemos lo que hemos venido a buscar.
–
¿Creéis que ellos estarán bien?
–
¿Quiénes? ¿Raven y compañía?
Ella
asintió levemente, sus mechones plateados bailotearon suavemente con su gesto.
–
No lo dudes, Silver.
–
Después de todo, estamos hablando de Raven.
–
Sí, es verdad – dijo entonces ella, satisfecha al parecer con esa escueta explicación
–. Es Raven – repitió, como si fuera un argumento tajante y, por consiguiente,
más que suficiente.
Después
de todo, él era “el Cuervo”. Jamás podrían atraparle.
Los
tres se miraron y, al unísono, Silver y Alexis se abrocharon los cinturones.
Justo a tiempo, se escucharon los dos chasquidos, porque Ayden ya estaba
manipulando la palanca de cambios y pisando a fondo el acelerador. Cómo estaba
disfrutando al volante del coche favorito de Cyan.
El
deportivo rojo se perdió de un súbito acelerón entre las tortuosas calles,
dejando atrás la pequeña tienda y al tendero aún preguntándose qué es lo que
acababa de pasar.
Pero,
pesadilla, sueño o casualidad, se acaba de encontrar con que acababa de ganar
mucho dinero de forma repentina e imprevista. ¿Poco ética? Pues también. Pero
los tiempos que corrían no eran los mejores como para preocuparse por ese tipo
de cosas. Además, se lo habían dado sin que él pidiera nada.
Bajó
de nuevo la vista hacia los billetes. Una sonrisita anidó en sus labios. No por
el hecho de la excesivamente innecesaria cantidad de dinero que acababan de
pagarle por un ordenador que encima estaba descatalogado, sino porque cada fajo de billetes estaba atado con una perfecta lazada de
terciopelo negro, a juego con los zapatos de ella.
No
sabía quiénes eran, de hecho le había dado igual hasta el momento, pero tenía
muy claro que iba a tardar bastante en olvidarse de ellos. Especialmente de la
mujer de cabellos de plata, que ya empezaba a dudar que se tratara de un mero
tinte bien llevado. Juraría que no
había visto raíz. Y había que estar muy loco u obsesionado como para
decolorarse tanto las cejas y las pestañas…
Aunque,
por hoy, ya había visto locuras más que suficientes.
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