Tacto de hielo (Iceberg I)
lunes, 10 de septiembre de 2012
Sí, estoy de vuelta. Realmente,
no planeé tomarme ningún tipo de vacaciones, pero una cosa siguió a la otra, mi
musa hizo huelga para buscarse a sí misma y yo he tenido un ajetreado agosto,
que esperemos no se le pegue a septiembre.
Novedades, que tengo unas pocas:
1) Las entradas van a volverse un poco menos abundantes. Este curso lo veo un poco menos desocupado que el anterior y necesito aplicarme ;).
2) Me he cambiado de nombre. Ahora soy Libélula. Otro de los personajes principales de la novela, pero creo que me identifico más con ella (al menos, ahora ^^).
3) He mandado Raven a editoriales... Me han dicho que de tres a seis meses me darán una respuesta >.<. ¡Crucemos los dedos!
Dicho esto, allá voy con un pequeño
relato que se me ha ocurrido esta mañana mientras me preparaba el desayuno. Sí,
a veces esperar a que se haga el café da para mucho :D.
1) Las entradas van a volverse un poco menos abundantes. Este curso lo veo un poco menos desocupado que el anterior y necesito aplicarme ;).
2) Me he cambiado de nombre. Ahora soy Libélula. Otro de los personajes principales de la novela, pero creo que me identifico más con ella (al menos, ahora ^^).
3) He mandado Raven a editoriales... Me han dicho que de tres a seis meses me darán una respuesta >.<. ¡Crucemos los dedos!
Justin se levantó de la cama
como cualquier otro día en que le tocaba universidad. Como siempre, volvió a
ser el primero. Tenía que ser así, o su compañero de piso empezaría a
sospechar. Se revolvió en el edredón, tratando de sentir durante unos segundos
más el calor de las sábanas, pero apenas quedaba ya algo que sentir. Todo, como
cada mañana, estaba tan helado como él, y él estaba empezando a tiritar.
A tientas, consiguió acertar al
interruptor y, poco después, encontrar las zapatillas. Los temblores cada vez
eran más fuertes, así que se obligó a sí mismo a centrarse. No podía perder los
nervios. De esta forma, se levantó el colchón, sin soltar el edredón, y empezó
el camino hacia el baño.
Era algo que sucedía siempre.
Siempre. Esa era su rutina, un hecho más en su día a día y, le gustara o no,
tenía que vivir con ello. Porque nadie iba a ayudarle. No sin exigir unas
explicaciones que no podía dar. Ni siquiera él las sabía. No todas, no
completas. Fuera lo que fuera, no tenía cura. Salvo sobrevivir. A esa última
parte ya le estaba cogiendo el tranquillo, por la cuenta que le traía.
Se agarraba a las paredes para
no perder el equilibrio por los temblores. Le castañeteaban los dientes. Sabía
que, si se miraba a un espejo, vería su piel pálida, los labios empezando a
amoratarse y sus ojos, cómo no, especialmente blanquecinos. Ese era el último
toque de gracia, el hecho de que esa conjunción de características, junto con
el edredón sin funda que llevaba encima, hacía que pareciera un fantasma. Bien
pensado, si no actuaba rápido, estaba seguro de que algún día aparecería
muerto. Pero no por eso dejaría de intentarlo. Lucharía por un día más con
todas sus fuerzas.
Se dejó caer sobre la puerta
para abrirla. Con ello, casi se cae al suelo, pero logró sujetarse al borde del
lavabo y sacar fuerza de voluntad suficiente como para llegar hasta su
verdadero objetivo: la bañera. Si por él hubiera sido, se habría metido
directamente con ropa, pero después tendría que dar demasiadas explicaciones y
la excusa de la borrachera no es factible un martes de madrugada. Podría
desencadenar más problemas que soluciones.
Dejó caer el edredón, se
desabrochó los botones con su pulso nervioso y dedos de trapo. Se metió dentro,
abrió el grifo del agua caliente…
Contuvo un grito cuando las
primeras gotas cayeron sobre su piel. Aunque frías, ya eran más cálidas que su
temperatura corporal. Sirvieron de bálsamo y empezaron a devolverle el aliento.
Un torrente de agua caliente empezó a brotar del grifo, incidiendo sobre su
piel y, acto seguido, creando una tupida cortina de vapor. Hasta que empezó a
condensarse. Después, el vapor empezó a condensarse. Por último, a
solidificarse.
El repiqueteo del granizo sobre
la placa la ducha se expandió por la pequeña habitación al tiempo que a Justin
le volvía el color a las mejillas. Respiró tranquilo al fin durante unos
segundos, antes de seguir con su estratégico plan de por las mañanas. Ahora
tocaba deshacerse de las pruebas, esto es, la capa de sólido granizo que ya
empezaba a derretirse. Envolviéndose en la toalla y armándose de paciencia, lo
derritió una vez más con el agua caliente. Una mañana más, todo había vuelto a
salir bien.
Ahora sólo le faltaba el resto
del día. Para alguien con secretos, los días pueden volverse muy largos. Para alguien
como él podían llegar a ser terriblemente interminables.
Mientras ponía agua a hervir de
regreso a su cuarto, comenzó con su complicada forma de vestirse. Primero, la
ropa interior. Después una cama de prendas térmicas y, por último, un jersey
que disimulara las capas inferiores. De esta forma, a pesar de ser una persona
delgada, además de guardar mejor su valioso calor corporal, daba la sensación
de que no lo estaba tanto. Quemaba calorías demasiado deprisa, eso era otros de
sus muchos problemas. Además de friolero rallando el extremo, saco sin fondo. Y
luego estaba el tema de tocar a las demás personas. Ya tenía asumido que se
quedaría solo toda su vida. Nadie saldría con alguien con un trastorno obsesivo
compulsivo tan grave, porque es lo que parecía desde lejos. Llevaba siempre los
guantes de lana más gordos que encontraba y, si podía, nunca tocaba nada más de
lo necesario, incluso para escribir.
Pero la soledad no le molestaba.
Había aprendido a asimilarla, al igual que había aprendido a usar cuchillo y
tenedor con guantes o a reanimarse a sí mismo todas las mañanas. Hasta que
encontrase una forma mejor de hacer las cosas, o maravillosamente alguien le
presentara una cura maravillosa y magnífica para su extraña enfermedad, así
serían las cosas.
Perdido y extraviado, como un
iceberg a la deriva en un mar demasiado turbulento.
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