De ahora en adelante

martes, 14 de febrero de 2012

      Tras mi larga pausa por motivos ajenos a mi voluntad (he estado dos semanas sin wifi y con una conexión a internet que dejaba mucho que desear), dejo aquí la segunda parte que, como dije, es mucho más narrativa y menos poética.

    La gran mayoría fue escrita durante unas 10 interminables horas de avión, que dieron para bastante. Espero que os guste, aunque diste mucho de lo que fue el anterior trozo.
     De nuevo, "I talk to the rain" es la canción que he usado como improvisada "banda sonora", junto con "Ar tonelico", que he añadido nueva. Pero creo que cualquiera de las que hay en el reproductor con piano o violín le van perfectamente.

NOTA: Este relato se puede leer y entender perfectamente por sí mismo pero es recomendable haber leído antes la entrada "La sirena y el mar"




    – ¿Estás lista?
    Silencio.
    – ¿A la de tres?
    Una pausa.
    – Vale, vale. Está bien. Tú empiezas.
    Y la música comenzó a sonar.

   

    El teatro Royal Envy había sido construido para hacer honor a su nombre. Pero eso había sido en otros tiempos. Aun así, seguía siendo todo un honor, una experiencia inolvidable y un auténtico privilegio el poder disponer del magnífico escenario, antaño pisado por los grandes y el que fuera el centro de todas las miradas, aunque fuera para un clandestino y no del todo autorizado ensayo.
    Ya era prácticamente de noche, rozando el toque de queda, cuando el hombre llegó. Afuera llovía copiosamente, pero a él no parecía importarle. Se limitaba a observar la vieja fachada en la que, fijándose con empeño, aún se apreciaba el vago espejismo de la gloria que una vez tuvo.
    Cualquiera que pasara su mirada por la escena, sólo vería a un transeúnte mojándose bajo la espesa cortina de agua helada de principios de diciembre. Un transeúnte estrafalario, quizá, o audaz, o incluso un necio. ¿Quién en su sano juicio vestiría con una simple gabardina de un amarillo chillón, de esas que hacen daño a la vista, con el invierno a la vuelta de la esquina?
    Sin embargo, la realidad era otra bien distinta. La verdad es que estaba allí porque se lo habían ordenado. Para su desgracia. Pero tenía prohibido desobedecer. Y, además, no era la primera vez que recibía esa misma orden.
    Tras un par de minutos plantado en medio de la nada, quizá compadeciéndose de sí mismo, o quizá pidiendo perdón por adelantado por lo que estaba a punto de suceder, comenzó a subir los peldaños de la triunfal entrada principal. Después, atravesó el desgastado portón.
    Dentro se escuchaba la música. Un violín, un piano. Ambos se compaginaban a la perfección, como si estuvieran conversando, como si se respondieran y apoyaran mutuamente. Se mezclaban y se confundían de una forma apasionada y especial, íntima. Como si se tratara de una declaración de amor sin palabras.
    Pero a eso él no prestó la más mínima atención. Si había dos instrumentos, tendría que haber, como mínimo, dos músicos. Eso no había sido lo que le habían dicho. La chica tendría que haber estado sola, sin compañía. Nadie mencionó un segundo objetivo, o estorbo, en este caso. No obstante, tendría que lidiar con la situación, pero sería de la forma en que mejor pudiera. No tenía órdenes respecto al segundo sujeto. Sucediera lo que sucediera, no sería culpa suya.
    De esta forma y con ese pensamiento, se plantó silenciosamente en medio del patio de butacas, lugar en el que esperó hasta que ambos intérpretes terminaran su pieza. En ese preciso instante, se levantó, como un espectador más, y aplaudió. Fue en ese instante cuando los dos músicos repararon en su, hasta entonces, desapercibido público.
    Ella era una chica de piel pálida y cabellos castaños ondulados recogidos en un sencillo moño que ayudaba a resaltar sus ojos grises, que recordaban al cielo encapotado en un día de lluvia, como aquella noche. Sujetaba el violín con sorpresa, con el arco a medio camino entre las cuerdas y el reposo.
    Él tenía la tez morena y los ojos de un muy poco usual azul verdoso, como el mar revuelto. Aún se hallaba sentado al piano. Ni siquiera le había dado tiempo a levantar la cabeza de las teclas que, hasta hacía escasos instantes, había estado tocando con maestría y devoción.
    Ahora tenía la atención de los dos, que aún no habían sabido qué decir ante su inesperada presencia.
    – ¿Melissa Vryzas? – preguntó entonces él sin molestarse en presentarse siquiera.
    Ella no dijo nada, ni siquiera asintió, pero su reacción involuntaria, su gesto de sorpresa, fue suficiente para responder a su pregunta. No cabía duda de que ella era el objetivo. La información no se la habían dado tan errónea después de todo.
    – Sabes por qué estoy aquí – no se trataba de ninguna pregunta, lo estaba afirmando –. Vas a venir conmigo – declaró.
    Pero no se trataba de ninguna petición, ni de la más sutil de las ordenes. Se había limitado a exponer un hecho, algo que consideraba inevitable e irrevocable. Era lo que iba a suceder. No, era más, era lo que tenía que suceder. Y lo llevaría a cabo.
    El chico del piano no tardó en levantarse y plantar cara al desconocido.
    – ¿Quién eres tú? – exigió saber mientras se ponía delante de su compañera.
    El hombre apenas se molestó en dirigirle la mirada. Sólo le regaló una frase, a modo de advertencia, haciendo una excepción en su conducta ya que él no debería de haber estado presente.
    – Esto no va contigo – siguió manteniendo la vista fija en la mujer, que en esos instantes estaba aprovechando para dejar el violín, con cuidado y mimo, apoyado contra el desvencijado piano.
    Hubiera pasado desapercibido para cualquiera, un gesto banal sin mayor relevancia. Pero él no creía en esas cosas. No obstante, sabía que no tenía nada que temer. Él tenía todos los cabos atados, y ellos dos no sabían a quién se estaban enfrentando.
    La muchacha colocó su mano sobre el hombro del chico, de forma dulce y tierna. Le pedía de forma silenciosa que se apartara. El chico, dudoso, parecía reacio a obedecer, pero, al cabo de unos cruciales instantes en tensión, terminó apartándose levemente. El chico dejó que ella pasara delante de él.
    ¿Iba a venir con él por las buenas? No, no iba a ser así. Lo presentía.
    Acertó.
    La sirena gritó, con una voz inaudible pero que hubiera sido capaz de reventar los tímpanos a cualquiera. Una voz muda pero que, a la larga, conseguiría quebrar tanto cristales, como huesos, o parar tanto proyectiles, como corazones. Una voz que por pocos sería escuchada, pero por todos admirada… y que levantó y destrozó el patio de butacas hasta donde se encontraba el desconocido, que había puesto la vida que ella tanto adoraba en peligro.
    Y no iba a permitir que nadie, absolutamente nadie, la sacara de ella.    
    El polvo inundó el teatro. Y del desconocido seguramente no quedara más que el cadáver. La nube de escombros y suciedad lo ocultaba todo. Mejor así. No estaba preparada para ver lo que acababa de hacer. Pero tampoco lo estaba para renunciar a todo.
    El chico, a su lado, lo sabía. No iba a reprocharle nada. La comprendía, la entendía. Con el más mínimo roce, era capaz de llegar hasta los más profundos recovecos de las personas.
    Despacio, observó cómo la chica se llevaba la mano a la frente. Estaba mareada. No estaba acostumbrada a usar su voz de una forma tan brusca. Aún le costaba. Después, tocó su mano, para llamar su atención.
    – Mel, tenemos que irnos… – murmuró.
    Era verdad, tenían que marcharse. No sólo del Royal Envy, sino de la ciudad. Si querían seguir con su vida como hasta ahora, paradójicamente, ésta tenía que acabar ahí.
    Ella asintió levemente. Apretó aún más fuerte su mano. Se giró para seguirle.
    Y entonces tuvo lugar la explosión. No hubo fuego, no hubo chispas. Sólo pudo ver cómo una fuerza increíblemente poderosa impulsaba a su amor por los aires, provocando que sus manos se soltaran y que cayera lejos de su alcance, empotrándose contra una pared.
    Escuchó su gemido de dolor, le vio tratando de incorporarse. Leyó sus labios, de los cuales apenas salió sonido. Estaba diciendo su nombre. Pero ella estaba paralizada, sabiendo y conociendo quién aguardaba a su espalda. Se quedó congelada mientras veía cómo el chico caía al suelo, cerraba los ojos. Se aguantó para no llorar, todavía no era el momento de derrumbarse.
    – Melissa, creo que no me has entendido la primera vez. Volvamos a intentarlo…
    Ella se giró y observó de nuevo al hombre de amarillo. Estaba ileso, sin un solo rasguño.
    – ¿Sorprendida? – hizo una pausa, pero no necesitaba contestación alguna –. Claro que estás sorprendida. No, no te molestes en gritar de nuevo. No me afectarás. Soy inmune a tu canción. Sin embargo, yo a él sí que le alcanzaré. La próxima vez no me limitaré a dejarle inconsciente.
    Ella se volvió para mirar a Keanu. A pesar de la desalentadora situación, sintió alivio. Él estaba bien. Entonces, se giró de nuevo hacia el hombre. Estaba obligada a escucharle.
    – Veo que al fin tengo tu atención.
    Ella no hizo gesto alguno, pero a él le bastó. Sabía que estaba prestando atención. No se arriesgaría a poner en peligro al chico.
    – Bien. Memoriza bien esto porque, de ahora en adelante, ésta será tu nueva vida…

    «De ahora en adelante, obedecerás. De ahora en adelante, el Sistema será tu superior, tu jefe y señor. Será la única razón por la cual podrás seguir existiendo, por la cual podrás seguir adelante y por la cual vivirás.
    Si Ellos dicen que saltes, tú preguntarás desde dónde. Si te piden que corras, tú preguntarás con qué velocidad. Si te piden que cantes, tú preguntarás qué canción.
    Y, si Ellos dicen que mates, tú preguntarás a quién.
    Si sigues mis instrucciones, si vienes conmigo, no te ocurrirá nada.
    Y, si estos motivos no han sido suficientes, entonces piensa en él.»

    La cabeza del hombre se inclinó ligeramente hacia un costado.
    El rostro de la chica se ensombreció al notar la última mención a Keanu. Se resistió para no volver a mirar el cuerpo inconsciente del chico.
    – No tengo órdenes acerca de él – prosiguió él –. Siéntete afortunada de que no haya venido a llevaros a los dos. Él seguirá estando libre, a pesar de que acabo de descubrir que él también es como tú. Porque lo es, ¿verdad? Él también es especial…
    La chica se puso rígida de repente.
    ¿Cómo lo había sabido? ¿Cómo sabía tantas cosas?
    – Si vienes conmigo ahora, le dejaré marchar.
    Ella suspiró. Estaba perdida.
    Era el argumento de mayor peso que había escuchado durante todo ese tiempo. En estos momentos, ya no le importaba tener que dejar de cantar. Ahora mismo tenía algo que proteger que valía mucho más la pena que ese sueño que, aunque antes hubiera sido tan inalcanzable, había llegado a perfilarse claro en el horizonte.
    Melissa asintió e hizo un gesto al hombre.
    – Sí, claro. Puedes despedirte.
    Se acercó despacio hacia el cuerpo aturdido del chico. Se arrodillo a su lado. Suspiró de alivio al ver que él aún respiraba. Las lágrimas se le escaparon de los ojos cuando vio que abría levemente los ojos, esos ojos verdes que tanto iba a echar de menos, y decía de nuevo su nombre.
    Él puso su mano en la mejilla, una mano que apenas tenía fuerzas. Ella la sujetó, pero le temblaba el pulso y, después, rozó sus labios, transmitiendo con ello todo lo que quería decirle pero no iba a poder hacer jamás mediante palabras. Pero él lo entendería. Sería el único que lo haría.
    Sería su disculpa, su despedida, su llanto, su desesperanza y su silenciosa petición de ayuda.
    «Busca a la Araña.»
    – ¿Q-qué? – trató de decir él, pero ella le puso la mano en los labios para callarle. 
    Entonces ella se levantó.
    – No, ¡No! Mel… No te vayas… – trató de luchar por seguir sosteniendo su mano, pero la cabeza le dolía –. No te vayas…
    Pero no pudo permanecer consciente por más tiempo. Sus manos se soltaron por segunda vez en esa misma noche.
    Y así, la sirena se marchó, dejando lejos, muy lejos, al mar.

    Tiempo después, no sabría decir jamás si horas o minutos, Keanu se despertó en ese mismo lugar. No quedaba rastro alguno de Melissa.
    Le dolía todo el cuerpo, pero le dolía más el alma. Su sirena se había ido. Pero sabía por qué. Esa era la razón por la cual estaba tan dolido consigo mismo. Había sido por su culpa. Lo había hecho para salvarle a él…
    Pero entonces una frase volvió a resonar de nuevo en su cabeza. El último mensaje de Melissa.
    «Busca a la Araña.»
    – La Araña… – repitió.
    El maestro en la sombra. Era el único que podría ayudarle a encontrarla.
    Porque era lo que iba a hacer. La buscaría hasta en los confines del mundo.
    Pero, primero, tendría que dar con el maestro…

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