«En nombre de la ciencia.»
viernes, 24 de febrero de 2012
La
niña, medio recostada en la cama y apoyada en el alfeizar, miraba por la
ventana. Pero, al mismo tiempo, no miraba a ninguna parte. Mejor dicho, veía
más allá de lo que cualquiera podía entender. Sus ojos se perdían en un
infinito admirable por muy pocos, al menos, en vida. Ante la muerte, todos
rezan por no quedarse atrapados en él.
La
puerta de su habitación se abrió, pero ella no se inmutó. Una mujer de cabellos
cobrizos y ropa de segunda mano observó en silencio a la niña esperando una
reacción por su parte. Llevaba unas gafas de gruesos cristales que le daban un
cierto aire de búho y que servían para resaltar sus profundas ojeras. Adele
aguardó pacientemente, pero, al cabo de unos segundos, ante la falta de
respuesta de la cría, carraspeó para llamar su atención. La niña parpadeó y, de
seguido, se volvió hacia la mujer.
–
Aya, ¿por qué no estás fuera con los demás? – preguntó entonces la mujer, al
fin habiendo conseguido la atención de la pequeña.
–
No lo sé – respondió la pequeña con total sinceridad.
–
¿Te tratan mal? ¿Pasa algo? Sabes que estoy aquí para ayudarte – insistió la
mujer, acercándose hasta la cama y sentándose al lado de la niña.
–
No – negó ella –. Pero no me gusta estar con ellos. Les doy miedo.
–
¿Miedo? ¿Por qué dices que les das miedo? ¿Te lo han dicho ellos? – preguntó
entonces la mujer confundida.
A
veces, hablar con ella, especialmente con ella, resultaba ser la más tediosa de
las tereas, pero era su obligación asegurarse que todos los niños bajo su
tutela estuvieran lo mejor atendidos posible, sobre todo a esas edades tan
tempranas. Sin embargo, cada día le costaba más llevarla a su terreno.
–
No, no hizo falta.
–
Aya, puede que todo esté en tu cabeza. Creo que estás exagerando todo un
poquito, ¿no crees? Si estuvieras un poco más… rodeada de gente…
La
niña guardó silencio y apartó la mirada de la mujer.
–
¿No crees que tengo razón, Aya?
La
niña se mordió el labio inferior. Pareció debatirse consigo misma.
–
Tiene que saber algo. Tengo un mensaje para usted.
–
¿Un mensaje? ¿De parte de quién? – Adele estaba cada vez más perdida con las
contestaciones de la pequeña.
Era
huérfana, como todos los niños de ese lugar. Sus rasgos, orientales, no eran
muy comunes en esos tiempos. Poco se sabía de ella. De hecho, había acabado ahí
por motivos que aún no estaban demasiado claros. Sin embargo, lo más raro de
toda la situación era ella misma.
–
De Judit. Dice que todo está bien, pero que te acuerdes de regar sus orquídeas,
son plantas delicadas. Ah, y que las escrituras están en el tercer volumen de…
De Versos para recordar, entre la página 22 y la 23. En el poema…
–
Lluvia de verano – cortó entonces Adele mientras sentía que los ojos se le
llenaban de lágrimas.
–
Quiere que lo tengas tú – añadió Aya antes de volverse para seguir mirando por
la ventana.
A
sus espaldas, Adele salía torpemente de la habitación mientras ya era incapaz
de contener el llanto.
Una
vez la puerta se cerró, quedando sola de nuevo en la habitación, se volvió
hacia la única silla que había en toda la estancia. Estaba girada hacia ella.
–
Te dije que no le iba a gustar – murmuró a la silla con tono de reproche.
Dos semanas más tarde…
Unos
golpecitos hicieron que la niña se sobresaltara y se diera la vuelta. La puerta
se abrió escasos segundos después.
–
Aya, por favor, sal. Aquí hay unas personas que quieren verte.
La
niña, obediente, se terminó de asear y salió de la habitación. Caminó hasta la
sala de reuniones, esa donde se conocen a los señores que quieren que seas su
nuevo hijo. Ella nunca había estado allí.
Abrió
la puerta, un poco nerviosa. Dentro estaba Adele, que ni siquiera se molestó en
disimular su incomodidad. Desvió la mirada automáticamente. También había un
señor. Era rubio, rubio platino, iba trajeado de forma impecable. Llevaba
gafas. Daba un poco de miedo, era muy serio.
–
Aya, este es Scott, Scott Andersen. Os dejaré solos para que podáis… hablar.
Dicho
esto, Adele salió de la habitación como alma que lleva el diablo. La niña quedó
sola ante el peligro.
El
hombre sacó un cigarrillo de su chaqueta y se dispuso a encenderlo con un
elegante encendedor. Pero la niña carraspeó haciendo que éste alzara la cabeza
para mirarla.
–
Disculpe señor, aquí no se puede fumar – le recordó la niña con educación.
–
Tienes razón, perdona – admitió entonces él, guardando todo al instante.
Una
vez hecho esto, se apoyó en la mesa y tomó la palabra.
–
¿Sabes por qué estoy aquí, Aya? – preguntó entonces.
–
Sí, para llevarme con usted. Pero yo no quiero ir – dijo ella sin rodeos.
–
¿Por qué no? Si todavía no te he dicho a dónde.
–
Pero Paul ya me lo ha contado. Vino a verme anoche.
–
¿Paul? ¿Quién es Paul? – pero su cara no indicaba confusión, la de alguien que
no sabe que está ocurriendo, sino sorpresa, la de aquel que sabe que ha sido
descubierto.
–
A él no le caes bien – continuó ella.
–
Mira, Aya, quiero que vengas a un sitio mucho mejor que éste. Puedes ayudarnos
mucho, ¿sabes? Eres especial. Adele me lo ha contado todo.
–
No quiero ir – volvió a insistir.
–
Aya, será mucho mejor para ti…
–
No – negó ella terca mientras se cruzaba de brazos.
–
¿Seguro que no vas a pensártelo? – insistió él empezando a perder la mal
fingida fachada de amabilidad.
Estaba
empezando a desconcharse, como la pintura vieja que cubría las paredes de todas
las habitaciones del orfanato.
–
No – repitió ella reafirmándose –. Nunca iría con alguien como usted. Mató a
Paul.
En
ese preciso instante, la máscara se rompió. Porque no aceptaba nunca una
negación por respuesta. Si quería algo, lo conseguía.
Se puso en pie y sacudió las mínimas arrugas
de su chaqueta.
–
En ese caso, en nombre de la ciencia, del Sistema y de Ellos, no voy a tener
más remedio que insistir. Vendrás conmigo, no me obligues a forzarte. No te
molestes en intentar escapar. Adele ha cerrado la puerta con llave al salir.
¿Eso también te lo ha contado Paul?
–
No, pero he escuchado la llave.
El
hombre sonrió. La niña era muy perceptiva, eso le gustaba. Sería una buena
adquisición para sus planes.
–
Entonces, por última vez, ¿vendrás conmigo como una niña buena?
–
No, señor. No voy a hacerlo – y esa iba a ser su última palabra.
–
En ese caso… – el hombre se llevó la mano a la chaqueta, sacando una pistola,
la más rara que Aya vería jamás. Era plateada y con una parte transparente, se
veía el dardo que había dentro –. Tranquila, sólo te quedarás dormidita hasta
que lleguemos a casa…
Apuntó
con ella a la niña, que ni siquiera se atrevió a moverse de su sitio.
–
Usted es malo – se atrevió a murmurar la pequeña, a lo cual el hombre tuvo que
admitir que tenía agallas –. Paul tenía razón.
–
Me importa una mierda ese tal Paul.
Y
apretó el gatillo. El dardo salió disparado desde el cañón del arma y hubiera
dado en el blanco, si en ese preciso instante dos personas no hubieran entrado
de golpe en la sala derribando la puerta a su paso.
El
dardo, simplemente, se desvió de su trayectoria. Pero la palabra desviar fue
decir poco. Giró 180º, de forma perfecta y calculada, e impactó contra el brazo
del hombre, que gritó al sentir el picotazo de su propio proyectil. No tardó en
arrancárselo del brazo, mientras clavó con odio su mirada en los recién
llegados.
Un
hombre y una mujer, ambos con rasgos asiáticos, estaban allí donde, escasos
segundos antes, había habido una puerta. Él llevaba una gruesa capa que
ocultaba también parte de su rostro y un par de peculiares cuchillas colgando a
ambos lados de su cintura. Tenían forma de media luna. Ella vestía con un kimono
cortado a la altura de las rodillas, por debajo asomaban unas mayas de deporte.
En las manos portaba dos elegantes abanicos de combate.
–
La mariposa y el halcón. Lástima que me lo esperase – dijo el hombre trajeado
mientras manipulaba el dardo en sus manos –. Ah, ¿sorprendidos? Yo soy inmune.
Cogedles.
A
ambos lados de la puerta, como surgidos de la nada, aparecieron los soldados de
élite del Ojo.
–
¡Sorpresa! – dijo entonces el hombre rubio, sacando de debajo de la mesa un
enorme cañón con el que apuntó directamente a la pareja.
–
Cho, sácala de aquí – murmuró entonces el hombre de rasgos asiáticos, sin dar
tiempo a que el hombre rubio disparara.
La
mujer agarró a la niña en brazos, la cual gritó asustada. Se volvió hacia la
única ventana de la habitación, veloz como el pensamiento, al tiempo que abría
uno de los abanicos.
La
ventana reventó, explotó en una lluvia de cristales. Estos salpicaron al hombre
rubio armado, el cual perdió unos instantes cruciales evitando que le cortaran
la cara, momento en el que la joven asiática, arrastrando a la niña casi en
volandas, se deslizó ágilmente por el agujero, desde un tercer piso.
–
¡No! – exclamó el hombre, mientras disparaba a ciegas contra el boquete de la
ventana, justo cuando la joven ascendía suavemente en un elegante vuelo con la
niña acurrucada en sus brazos.
Y,
entonces, el tiro fue interceptado por un cuerpo que antes no estaba allí, una
silueta envuelta en una capa. El proyectil explotó, causando destrozos en toda
la estructura, y el humo inundó la estancia. Cuando se disipo lo suficiente,
Halcón apartó la capa de sus brazos, que no tenía un rasguño, y blandió las
cuchillas.
Mientras
la mariposa huía, el halcón luchaba y, en el momento en el que ella consiguió la
ventaja, él desapareció. El escenario del combate quedó desierto, lleno de
bajas. Todas por fuego amigo.
Minutos
después, el orfanato, prudentemente vaciado ante un aviso de atentado
terrorista, reventó. Dentro quedó una niña pequeña, cuyo cuerpo jamás fue
encontrado, y un cuerpo de élite, que no sobrevivió al posterior
derrumbamiento. Todos, excepto uno, su líder, que no pudo rescatar a la niña
que los terroristas retuvieron como rehén.
Y
la niña, usada como excusa habiendo sido víctima, fue dada por muerta. Nadie se
volvió a preocupar por ella pasadas las primeras semanas.
Nadie, salvo un halcón, una
mariposa y, después, toda una gran familia.
0 comentarios:
Publicar un comentario